Un día cualquiera, no sabes qué hora es pero se avecina la coyuntura de hacer la compra en un supermercado alemán. En la lista lo básico: que si pan de molde, nocilla y chocolate. Y no es sencillo; hacer la compra en Stuttgart no es tan elemental como pudiera parecer. No dominas las marcas, no sabes si guiarte exclusivamente por la relación cantidad-precio -lo de la calidad se alcanza más tarde-, por el precio o únicamente por la foto del niño y la madre felices. Los titubeos e indecisión aumentan a medida que descubres que aquí no es habitual el servicio a domicilio y que, si no tienes coche -mi caso-, has de tener en cuenta el peso que tu cuerpo es capaz de acarrear hasta casa. Además, en una ciudad donde la mayoría vive sola y va en bici, todo tiene un volumen reducido; lo que te obliga a volver varias veces durante la semana.
Y estaba yo, resolviendo si llevarme unos huevos ecológicos o normales -la diferencia de precio es abismal-; dilucidando si la leche más desnatada de todas es la de 1,5 % o hay más ligeras y buscando en el diccionario cómo demonios se dice espelta en alemán, cuando un frío glacial recorrió mi espinazo y adiviné una presencia. Algo o alguien atravesaba el pasillo a toda velocidad. Cuando me giré para confirmar qué era aquello, no había un alma. O tal vez sí...
Presa de la curiosidad, emprendí la búsqueda de lo que había apartado los copos de avena de mi campo de visión. La intuición me llevó a la bodega; esa maravillosa zona en la que se almacenan cientos de vinos. Tintos y blancos, jóvenes o Gran Reserva, con aguja o sin ella, secos y dulces. Allí estaba él. ¿Era carnal o un espectro?
¡Francisco Umbral, o su doble, o lo que fuera aquella desgarbada figura! Y no habló de ningún libro; vino a comprar vino. Presa de los nervios me agazapé tras un mostrador. Él se percató de mi presencia y comenzó a desplazarse con rapidez. ¡Tenía que fotografiarlo como fuera!
AQUÍ CLARAMENTE ME PILLÓ |
Tres empleados de la tienda advirtieron que algo inusual ocurría conmigo. Seguramente sospecharon que mi intención era robar y me abordaron. Yo ya había logrado mi cometido, así que me aferré a la primera botella que se me puso a mano, les di las gracias amablemente y me dirigí a la zona de congelados. A él no le vi marcharse. Nunca más me lo he vuelto a cruzar (Stuttgart es como un pueblo). Al llegar a casa descorché la botella que con las prisas había enganchado. Resultó ser una elección singular, pero el azar es lo que tiene, que es muy socarrón.
Y me bebí el Gorgorito pensando que si es cierto que Umbral recibe a los nuevos con un buen vino, seguramente también lo hacen Frank Sinatra, Cary Grant, John Lennon y Steve Jobs. Me quedo más tranquila.